lunes, 25 de enero de 2010

El Campito

Cuando tenía algo más de seis años, sobre la calle Lamadrid entre la actual Soldado de Malvinas y “la cortada” Los Plátanos, a mitad de cuadra, había un “campito”. Estaba compuesto por tres terrenos baldíos, dos de ellos unidos por el fondo: uno desembocaba en Lamadrid y el otro en Miguel Cané, y el restante unido por uno de los costados del que daba a M. Cané. En él los más chicos andábamos en bicicleta (ahí fue donde me largué sin rueditas), jugábamos a las escondidas y cazábamos lagartijas que eran distintas a las que vemos ahora. Aquellas eran color verde y no tenían rayas en la piel. De vez en cuando aparecía algún sapo ó alguna rana salidos de las zanjas de las calles de tierra.

Sobre la calle Cané, donde estaban los dos terrenos juntos, era “la canchita (la primera)”. Allí era nuestro lugar donde hacíamos piruetas con la bici y jugábamos a la pelota. Algunos nombres de aquella chiquillada: José Guarino, su hermano Mario. Abel Sosa. Entre los más grandes Vicente y Mario (hermanos de José), Pedro, Juan (no recuerdo sus apellidos) y tantos otros. Aunque en realidad era el lugar de los “más grandes” así que de vez en cuando, debíamos ceder a regañadientes nuestra pista.

Los días de semana se armaban los “picados”. Quienes jugaban eran los hermanos mayores de algunos chicos y sus amigos. Casi siempre todo comenzaba con un “cabeza” y seguía con “el picadito”. Se interrumpía para el “pan y queso” y ahí sí, se continuaba con unos partidos que casi siempre eran de 5 ó 6 jugadores por equipo, previa corrida de algún integrante para dejar el guardapolvo ó cambiarse el uniforme del colegio. Es decir: se pasaba por “la canchita” antes que por casa. Y eso sí, se jugaba siempre después de clase.

Los sábados por la tarde ó los domingos a la mañana la cosa cambiaba. No era raro que se fuera a jugar partidos en otros barrios vecinos ó que aquellos fueran los visitantes. Hasta incluso alguna vez se hizo un Campeonato donde al equipo “Interbarrios” ganador se le entregó una modesta Copa. Algo para resaltar es que si bien las hinchadas (compuestas en su mayoría por padres, madres y familiares) estaban prácticamente juntas no recuerdo agresiones entre ellas, sí chistes y cargadas ante una jugada fallida que generaba la carcajada general. Y al final siempre había facturas y gaseosa para los más chicos, y salamín y queso, más algún líquido con soda, para los grandes. Cuando ellos llegaban, nosotros, los más chicos, nos corríamos hacia el terreno que daba sobre Lamadrid, donde había un paraíso grandísimo.

Allí nuestra mayor diversión era hacer pozos y teníamos dos modelos: uno era el pozo “simple”. Era un pozo de alrededor de 1,50 mt de diámetro cuya profundidad se correspondía con el largo de nuestras pantorrillas, entonces podíamos sentarnos cómodamente y tener charlas de chicos. El otro modelo era una obra maestra: tenía sillas y horno incorporado. La profundidad era mayor que el anterior. A la altura de las pantorrillas y hacia afuera, hacíamos un semicírculo-pozo del largo de nuestros muslos, de esta forma teníamos silla con respaldo y apoyabrazos. Los asientos eran todos distintos ya que cada uno hacía y tenía el suyo, y no era ocupado (ni pensarlo) por otro de los asistentes.

Al hornito lo hacíamos así: por sobre el nivel del piso del pozo, hacíamos un túnel de piso plano y techo abovedado, el largo era aproximadamente el largo de nuestro brazo entero. Con una ramita (o el brazo) tomábamos la medida, y en ese lugar se hacía la chimenea. Por supuesto hacíamos algunas papas y batatas “al rescoldo” que eran nuestra delicia.

A eso de las 6 ó 6,30 de la tarde terminaba nuestro horario de juego, así que cuando caía ó estaba por caer el sol, volvíamos a nuestras respectivas casas para hacer los deberes. Es de destacar que en este momento se ponían de manifiesto la solidaridad y coordinación que reinaba entre nuestras madres. Y también entre nosotros, los chicos, que se manifestaba en el siguiente diálogo y que también se daba en forma simultánea en nuestros hogares:

Madre- ¡Mirá como venís!
Hijo- ¡Pero má…!
Madre- ¡Andá a bañarte!
Hijo-¡Ufa má…!
Madre- ¡Inmediatamente!
Hijo- Si, má…

Enrique Daniel Alvarez
edalvareztcc@yahoo.com.ar

miércoles, 20 de enero de 2010

Mi niñez en el Instituto San Juan Bosco

Era fines de febrero del año 1966, caminamos con mi mamá cuatro cuadras: media cuadra hasta Soldado de Malvinas (antes Las Acacias), dos cuadras hasta Pichincha, y por esta misma, dos cuadras más y 20 metros. Era una escuela nueva. Nos había recibido un señor alto de abundante pelo negro y bigotes, mi mamá le mostró unos papeles, el señor anotó algo, y luego, dirigiéndose a mí me dijo: "¿así que vas a tener un hermanito?", "sí", le contesté, luego escuché como este señor le explicaba a mi mamá acerca del uniforme, pasaron algunos días y las clases de 1° superior comenzaron, el señor que nos había recibido ese día era mi maestro, era el señor Guillermo Dalponte.

Mi hermano mayor iba a 3° grado, su maestro era el señor Carmelo Paolillo. La escuela constaba solamente de cuatro salones y dos pequeños baños, en la parte trasera del patio había una casilla de madera pintada de verde oscuro, donde funcionaba el jardín de Infantes. Años más tarde, sacaron la casilla, ampliaron los baños, pusieron algunas canillas en el patio y construyeron la dirección, la secretaría y la sala de maestros. Pasaban los años, seguíamos yendo a clase, algunos nos llevábamos materias, otros no, hasta que llegó el tan ansiado viaje de egresados. Por supuesto que fuimos a Bariloche!!.

Tengo las fotos bien guardadas, pero la que veo siempre es la grupal, estamos en el cerro Otto cuando se estaba empezando a construir la confitería. Visitamos otros lugares como Puerto Blest, los Siete Lagos, la Isla Victoria, nos sacamos otra foto grupal donde se veía el Llao-Llao de fondo, y la última foto, en el restaurante del hotel Piedras 1, frente al lago Nahuel Huapí.

Ahora la escuela cambió muchísimo, tiene más salones, más oficinas y un segundo piso. Grande fue mi sorpresa, una tarde cuando salía de mi trabajo me propuse no ir a mi casa, seguí hasta Villa Adelina, con quién me encontré? con los señores Raquel y Rubén Guisoni!! Tantos recuerdos, tantos compañeros, tantas horas vividas en la escuela, y pensar que hace mas o menos un mes, cumplió 50 años!! Y siempre estará ahí, sobre la calle Pichincha al 2000, el Instituto San Juan Bosco.

Viviana Álvarez Rodríguez
Originalmente publicado en www.ciudadvilladelina.com.ar - 19/01/2010

De cómo mi maestra se convirtió en mi tía

Cuando comencé la Escuela Primaria (año 1962), mis padres (Aquiles A. Álvarez y Águeda A. Rodríguez) habían decidido que la comenzara del modo “Particular”. Modalidad que consistía en asistir a clases en la casa de una maestra que brindaba sus conocimientos y luego, a fin de año, rendir examen en una Escuela estatal (en mi caso era la Escuela General Belgrano, sobre Avenida Maipú, a pocas cuadras de Puente Saavedra).

Las calles eran casi todas de tierra, los automóviles muy pocos, así que el trayecto lo hacía casi siempre solo, nunca tuve un problema. En mi caso el recorrido era: Lamadrid, Las Acacias (ahora Soldado de Malvinas), J. V. González, Los Pinos (actual Ucrania). La “seño” vivía en González y Los Pinos.

Recuerdo la pequeña puerta y la tranquera de caño, atravesaba la primera y seguía el caminito. A la derecha había un cobertizo que oficiaba de lavadero y reparo de la bomba de agua centrífuga. Un poco mas adelante (sobre la izquierda) un patio cubierto de glicinas, a esa altura (sobre la derecha) comenzaba el salón de clases. Por el pasillo y unos metros mas adelante y girando a la derecha, ingresábamos.

Cuando me llevaba mi abuela, el recorrido cambiaba. Ella vivía en Independencia casi Las Acacias (entonces doble mano ambas). Íbamos por Independencia, cruzábamos Av. de Mayo y allí doblábamos a la izquierda, en El Indio (donde ya estaba la estación de servicio). Llegábamos hasta Yerbal y ahí, entre las casuarinas (que siguen estando y no eran tan grandes) había un simple molinete y el camino entre algunas mergas (parcelas) con siembras varias. Algo más de dos cuadras por el camino y llegábamos a la casa (y al salón).

Con mi abuela vivían dos tíos (Polo y Guillermo), los dos trabajaban y por supuesto se contaban de sus novias, que no eran conocidas. A los seis años uno no entiende de algunas cosas. La cuestión es que en una de las visitas a la abuela “Mina” (apócope de Guillermina y apellido Conder) mis tíos estaban absolutamente afónicos. Y no solamente ellos, sino también otro tío que vivía en Independencia casi Los Pinos, un amigo de la otra cuadra, otro de la vuelta… Cuando les pregunté qué les había pasado fueron sinceros: “Fuimos a dar una serenata” me dijeron. Conforme con la respuesta… días después pregunté a mi papá: ¿Qué es una serenata? Me explicó que era un tipo de canción ó recitado que los hombres ofrecen a sus enamoradas. En aquellos días la televisión era distinta, así que entre Pedrito Rico, Lolita Torres, Los Panchos y el libro de Romeo y Julieta terminaron de dar forma a la idea.

Así que de esta forma transcurrían mis días: clases, reuniones de familia, donde el motivo era porque sí, y siempre se cantaba de todo: zambas, cuecas, tangos, algún aria, hasta marchas patrióticas. También juegos en la canchita (tema para otra charla), mucha bicicleta y los paseos de fines de semana. Sucedió que en una de las frecuentes reuniones, el clima era de cierto nerviosismo. Recuerdo que estaba con pantalón corto, zapatos lustrados, camisa blanca y peinado “a la gomina” ¿qué tal? Mi hermana con su mejor vestidito y las infaltables vincha y colitas. Mis primos y primas vinieron luego, con el tiempo… Los mayores muy bien arreglados, mi abuelo (Edmundo Rodríguez) y los hombres con corbata, reloj y anillo. Las mujeres con elegantes vestidos, anillos, collares y pulseras. ¿El motivo? ¡El tío Polo (Hipólito) nos iba a presentar a su novia! Todo un acontecimiento.

Si bien el almuerzo sería afuera, la recepción fue en el comedor de diario que estaba en la parte de atrás de la casa y daba al patio. Allí estábamos todos. Llegado el momento alguien llama, mis abuelos atienden, se oyen presentaciones, el consabido “¡m´hija!” y demás. Pero había algo que me era familiar… ¿qué era? Pasos no, era algo más… ¿qué era? ¡Las voces, eso era! ¿Pero de quién? Qué incógnita… Pasos que se acercan, voces, y de repente… silencio con signo de interrogación y exclamación… imagen congelada. La novia de mi tío preguntó: -Enrique… (Yo) ¿Pero vos...? -¿Usted señorita es…? (le dije) Mi tío preguntó intrigado: “¿lo conocés?”. -Es alumno en casa… (Respondió ella también asombrada). Todos los presentes con risas y cara de sorpresa. Así que de esta forma todas las familias nos unimos para ser otra más grande. Por supuesto se casaron y hubo una fecha más para festejar.

La casa donde fueron a vivir estaba construida sobre unos terrenos que el padre de la novia les regaló en la misma esquina de González y Los Pinos. Ya siendo un muchachito, y en una de las tantas reuniones (siempre con muchos presentes) en su casa, le pregunté al tío Polo: “tío, ¿te acordás de cuando le diste la serenata a la tía?” Como estaban presentes todos los que lo habían acompañado aquella noche, dijo: “¿se acuerdan cuando vinimos a cantar?” Y ahí salimos, entre chistes y risas, a ubicarnos donde habían cantado esa vez. El lugar era en medio de la calle Los Pinos, frente a la tranquera de caño que conté mas arriba. En ese momento me dí cuenta del porqué de la afonía colectiva de aquella vez: desde donde ellos cantaron hasta la casa donde mi ahora tía, Leonor Matteri, escuchó el dulce cantar, ¡había más de media cuadra!

Enrique Daniel Alvarez

Originalmente publicado en www.ciudadvillaadelina.com.ar - 14/01/2010

martes, 12 de enero de 2010

Mail de Mónica Pastorini

De: Monica Liliana Pastorini
Fecha: 12/01/2010 08:57:59 a.m.

Miguel: aunque no lo conozco le agradezco sus palabras en relación a mis relatos.

Lo que Ud. nos relata es muy interesante y descriptivo de costumbres de otros tiempos. Es increíble como se va armando una historia de la vida cotidiana de mediados del siglo 20, tan distinta a la actual.

Ud. hace referencia a la caza de ranas para luego comerlas. Yo viví en Thames 1048. Mis vecinos (hace tiempo fallecidos) hacían polenta con pajarito. Eran Reinaldo Gagliardini (tío de los Salvucci) y Zulema López, su esposa. Ella solía visitar a menudo a Haydee Salvucci, su sobrina, a quien Ud. nombra en su relato.

Por supuesto para nosotros también la uva chinche, las granadas y, yo agrego, los higos, eran las frutas esperadas del verano. Mi abuelo nos juntaba racimos y para que no los comiéramos calientes llenaba un fuentón con agua fría de la bomba y las dejaba un rato allí. A mí me gustaba subirme al techo del gallinero y de allí juntar los higos y llenar baldes con ellos. Lo feo era cómo quedaban mis brazos por lo áspero de las hojas de la higuera. Mis tías hacían dulce con ellos, y la casa se inundaba con un perfume indescriptible.

Bueno, le reitero el agradecimiento por sus palabras. Mónica Pastorini

lunes, 11 de enero de 2010

Recuerdos...

Qué lindos recuerdos estimulan los exquisitos relatos de Mónica Pastorini.

El otro día mientras leía, añoraba aquellos zanjones poblados de renacuajos adonde infantilmente acudíamos para intentar pescarlos con un trozo de género a manera de cedazo; los potreros que invadíamos en busca de "huevitos de gallo", los túneles subterráneos que artesanalmente construíamos bajo la dirección del "Chuly" Alfredo García en los fondos de su casa de la Avenida Ader al 4000. Y era su papá, Don Severiano, que junto al mío y otros vecinos amigos se acercaban a la laguna del Parque Cisneros para pescar ranas, divertimiento que por lo general resultaba fructífero. Y luego, cargando las bolsas con las ranas de vuelta a casa del amigo, colaborabamos los más chicos para que en el piletón del lavadero a campo abierto de Doña Rosa de García, se sacrificaran cortándoles la cabeza. Después se las "desvestía", literalmente hablando, en la operación de descuero a cuchillo. Muchas veces, con sus cuerpos acéfalos y desvestidos, nuestros ojitos presenciaron la frustrada fuga de algunas de ellas (impulso eléctrico, decían). Lo mejor del tour culminaba cuando las hábiles dotes culinarias de Don Carlos Prati, junto con los dueños de casa y mi padre, lograban hacernos disfrutar del manjar de su blancas carnes marinadas.

En cuanto Mónica refiere de las quintas e invernaderos, recuerdo que con mis padres y mi hermanita salíamos de casa (en Los Fortines al 3043) y caminábamos alegremente por una calle bordeada de acacias (Avenida de Mayo), para pasar los más hermosos domingos en casa de mi tía Lucía Cichino, en Cosme Argerich y Drago. El tío Francisco Rodríguez, su esposo, sapín y pala en mano, cuidaba del cultivo de aromáticos plantines florales de diversas variedades que a su tiempo llegarían a los Mercados de Capital. Tío Rodríguez sabía hacernos divertir improvisando hamacas con gruesas sogas que colgaba de las ramas tranversales de higueras y nogales. Tenía además árboles frutales con deliciosas granadas y ciruelas, parrales de uva chinche, y otros que solíamos degustar en nuestras frecuentes visitas.

Hace pocos meses pasé por allí y me detuve a charlar con la señora Haydée Salvucci que con su esposo son los actuales moradores del lugar. Poco ha cambiado del frente de la casa, supe que una ventana "ojo de buey" de la cocina se mantiene intacta, no así la que había en el dormitorio de mis tíos y que fue testigo de nuestras obligadas siestas domingueras. Y ya no existe tampoco un tanque de mampostería rectangular de 2 x 2 mts. en el cual se almacenaba agua de lluvia para el riego. Allí también se criaron renacuajos y otras especies de pequeños peces.

La quinta del tío Rodríguez era lindera a la de los Salvucci, lugar en el que mi papá Héctor trabajó siendo adolescente como ayudante de cocina, pero este será tema de un futuro comentario.

Miguel A. Moschiar

Sobre los vecinos ayer y hoy...

Apelando a mi memoria retrocedo 50 años atrás y me reencuentro con una Villa Adelina muy distinta a lo que es hoy: quintas de verduras, invernaderos con claveles, helechos plumosos y crisantemos; algunas casas diseminadas, muchos baldíos y algunos comercios, muy pocos: almacén, carnicería, verdulería en la quinta de los Abriatta, la panadería, y una tiendita, indispensable para las señoras que cosían, tejían y bordaban. Vivíamos en la calle Thames, la única que estaba asfaltada, entre Miguel Cané y Lamadrid. Recuerdo que el asfalto llegaba hasta la calle Curupayti. Las demás eran calles de tierra, rellenas algunas con moldes rotos de cerámicos de la fábrica Cattaneo, “La Fama”, que estaba en el predio ocupado hoy por la escuela de Todos los Santos. Mi papá era quintero. Trabajaba junto a su hermano en tierras que arrendaban en las Lomas de San Isidro. En ese entonces todos nos conocíamos. No sabíamos ni de rejas ni de dobles cerraduras. Vivíamos con las puertas abiertas, que cerrábamos con trancas y pasadores a la noche, o simplemente con pasadores durante el día, cuando merodeaban las gitanas, que tenían fama de ladronas. Con mi hermana jugábamos en el fondo de la casa. Mis padres no veían bien que estuviéramos en la calle. Eso era cosa de varones. Cuando nos aburríamos sólo bastaba traspasar el portoncito del fondo que separaba nuestra propiedad de la de la familia Gagliardini. Me invade la nostalgia al recordar el vínculo que en ese momento existía entre los vecinos. Manteniendo el respeto por la intimidad de cada familia nos unía una relación muy estrecha, signada por la solidaridad, el diálogo, el respeto mutuo. Al fondo de la casa de mis vecinos había un sauzal y bajo su sombra, en verano, jugábamos con Reinaldo, que hacía de abuelo postizo, al ajedrez, las damas, las cartas, mientras Zule, su esposa, nos cebaba mates de leche y nos convidaba pan con dulce casero de tomate o ciruelas. Gagliardini era también quintero, y lo que no cosechaba papá lo recibíamos de él. Aparecía los mediodías desde el fondo con una bolsa de alpillera, con hinojos, algunos ataditos de radicheta, y no recuerdo que más. Era común que entre los vecinos se intercambiaran verduras, frutas, huevos frescos, chorizos y dulces caseros. Después, cuando Miguel Cané se pobló de inmigrantes provenientes de Italia, no faltó en ese intercambio el vino, la grapa y las botellas de salsa de tomate caseros. Cuando éramos muy chicas, el vasco Buffa nos mandaba con papá, leche recién ordeñada y huevos frescos, que mamá transformaba en los inolvidables flanes caseros. La generosidad predominaba y eran pocos los vecinos que no compartían lo que cosechaban o producían. Las charlas sentados en la vereda, eran habituales, sobre todo las noches de verano, salpicadas por las simpáticas luces de los bichitos de luz y las luciérnagas. Hoy día todo ésto parece muy lejano y hasta parece salido de un cuento de hadas, pero fue en su momento, algo real que se fue modificando y, lamentablemente, mucho se ha perdido. Hoy vivimos de puertas con reja y doble llave, para adentro. Casi no conocemos a los vecinos, con quienes con un poco de suerte, saludamos. A veces nos encontramos conversando sobre algo que aconteció en el barrio, sobre lo que tarda el colectivo 700 cartel blanco, que antes fue el 5, despúes 705 y luego el 234, etc. Y todo termina allí. Para quienes conocimos de otros vínculos entre vecinos, extrañamos la posibilidad de traspasar un portoncito y encontrarnos con quienes muchas veces, llegaban a ser tan importantes o más que los de nuestra propia sangre. Y con quiénes compartíamos nuestras alegrías y también nuestras aflicciones. Hoy día la inseguridad, la desconfianza, el individualismo, han avanzado sobre nosotros. Pienso que cada vez se hace más difícil revertir ésto, pero creo en la posibilidad de poder recuperar algo de lo que perdimos: asombro a mis vecinos con ramitos de orégano recién cortado, con bolsas llenas de mandarinas caseras, recién juntadas en la casa de mi mamá, ramitos de flores, que se convierten al otro día en plantas que me envían para mi jardín. Tal vez sean los gestos simples y sinceros los que ayuden a recuperar algo de lo que fue. Mientras tanto yo sigo apostando a la esperanza.

Mónica L. Pastorini
mlpastorini@yahoo.com.ar

Originalmente publicado en http://www.ciudadvillaadelina.com.ar/ - 08/01/2010

jueves, 7 de enero de 2010

Datos y fotos aportadas por Miguel A. Lafuente

Casamiento de María Luisa Abriata y Ciro Maggiolini
Catedral de San Isidro, 1910


Ciro Maggiolini, chofer del primer auto radicado en Villa Adelina,
propiedad del funcionario ferroviario Scott


Emma María Gobello y Guillermo J. M. Abriata


Sobre esta foto nos cuenta Miguel A. Lafuente:
Primer plano, de izquierda a derecha:
Magdalena: casada con Roque Leo, tuvieron 5 hijos: Horacio, Isabel, María Esther y Luis.
Dolores: casada con Arturo Spedaletti (que por supuesto vos conocés) por ser el primer peluquero de Villa Adelina, maestro en el arte del esterillado y uno de los fundadores del Club Villa Adelina (CASVA). Estos son padres de Roberto, Ricardo e Ilda Elda.
Paula: casada con Nilson, tuvieron 3 hijos: Dora, Titi y Cochengo (nombres familiares).
Rosa: casado con A. Gallegos, tuvieron 2 hijos: Juan Carlos y Nelly.
Francisca: casada con Ambrosio Cámara, son padres de 4 hijos: Juan, Rita, María, Domingo (Ningola con horno de ladrillos) y Pipo (primer servicio fúnebre de Villa Adelina).
María Luisa: casada con Ciro Maggiolini.
En el medio, sentados:
Emma María Gobello, (murió el 5 de febrero de 1921) y
Guillermo José María Abriata, nacido en Sezzadio, pueblo que se encuentra en la región del Piamonte, Provincia de Alejandría, el 15 de abril de 1859 (según partida de nacimiento y bautismo, que obra en nuestro poder). Emma María también es oriunda de Sezzadio. Guillermo José María murió el 21 de junio de 1931, según el acta número 17 del Registro Civil de Boulogne (que también obra en nuestro poder).
En segundo plano, los seis hijos varones:
Francisco: casado con Gervasia Cruz, vivían en Uriarte y Sarratea de Boulogne.
Juan Alejandro: casado con Francisca Angeleri, con 4 hijos: 1º Eduardo; 2ª Telma, casada con Francisco Pérez (primera fábrica de calzados en Boulogne); 3º Hugo Oscar (con verdulería en Independencia y Thames) con tres hijos: Patricia, Dario y Hugo y 4ª Susana Beatriz (Titina) casada con Norberto Testorelli en 1936, padres de Miriam, Fabián y Gladys.
Pablo: casado con Margarita Capino, tuvieron 4 hijos: Pablo, Oscar, Raúl y Carlos. Pablo fue el dueño de los cines de Boulogne y una calle lleva su nombre.
José Luis: casado con Luisa Ursulina Angeleri, con tres hijos Alfredo, Celia y Clara, ésta casada con Gino Morelli. José Luis Abriata es padre de Alfredo Aníbal, quien sería la persona a la que se refiere la señora Mónica Liliana Pastorini en su nota sobre "La quinta de los Abriata" publicada ayer. Asimismo, José Luis es el suegro de la señora Irma Isolina Remotti, Pirocha, quizá la que más sabe de los Abriata y que en varias entrevistas me entregó muchos documentos y referencias de esta familia.
Pascual Felipe, soltero.
Santiago Antonio: casado con Serafina Tidoni, con 3 hijos: José Gregorio, Enrique y Ángel.

Hasta aquí, y me parece un poco extensa, la primera generación de la familia de los Abriata.

A esta foto una observación: estimo que la vista debe ser de 1910 y el lugar se encuentra exactamente igual en la actualidad. Si vos pasás por Rivera, antes de llegar a Yerbal verás que la pared es la misma -a pesar de que haya pasado un siglo- lo unico distinto es la desaparición de esa planta, que es una magnolia, todo lo otro no tienen ninguna diferencia.

Para ver las fotos ampliadas hacer un click sobre las mismas.
Gracias a Miguel Angel Lafuente

lunes, 4 de enero de 2010

La quinta de los Abriata

Los sábados, después de almorzar, sobre todo cuando el invierno había quedado atrás, solíamos reunirnos para salir a pasear con nuestra amiga Marta Manzano.

El recorrido solía ser casi siempre el mismo: la vuelta a la fábrica La Fama, los invernáculos de flores de la calle Pichincha y Thames; a veces nos aventurábamos hasta la Av. De Mayo donde de lejos se divisaba el nogal de la casona de las Srtas. Matteri, maestras muy conocidas en Villa Adelina. En Colombres y J. V. González estaba la placita de la Orbis.

Las calles eran todas de tierra y en sus zanjas abundaban en verano los renacuajos. Lo que más nos gustaba era el paseo por la quinta de los Abriata. En primavera nos atraía salir a juntar moras. Ya conocíamos dónde se hallaban los árboles más importantes, al borde de la quinta, y dependiendo de si juntásemos moras blancas o moradas, volvíamos a nuestras casas con las manos todas manchadas y azucaradas por las dulces frutas. En ese entonces no existían los kioscos y las golosinas podrían llegar a ser tanto las moras como los “huevitos de gallo” que crecían a lo largo de los cercos en verano.

Íbamos por la calle Miguel Cané y llegando a Rivera atravesábamos un molinete de madera, que nos permitía comenzar a recorrer la quinta. Apenas entrábamos, a nuestra derecha, tenían una bomba adentro de un galponcito de chapa, de donde salía el agua fresca que serpenteaba presurosa por las acequias.

Nos gustaba beber esa agua, levantada de la acequia con las manos juntas, en forma de cuenco. Cosa rara: por hacer esto nunca nos agarró ninguna peste. Ahí comenzaba el recorrido sobre lo que hoy es la calle Rivera. En aquel entonces era un callejón de tierra.

Entre él y la quinta nos separaba a ambos lados, los cercos de alambre bajos, pero lo suficientemente fuertes como para mantener protegidos los cultivos. Algunos hombres con el sapín en mano, escarpían los surcos sacando las malezas indeseables. Otros juntaban tomates o cortaban las lechugas, que parecían rosas verdes, de tan arrepolladas. La verdulería de los quinteros estaba frente a la casa “La Meca”, cruzando Rioja. La casa antes de ser de ellos, había pertenecido a los hermanos Cantón.

Al costado de la casa, cruzando la calle Rivera, estaban los galpones de chapa donde guardaban las maquinarias, arados, camiones... Mamá nos decía que no podíamos sacar ni tocar ninguna verdura porque nos dispararían con cartuchos cargados de sal. Nunca supimos que fuera verdad pero por las dudas no tocábamos nada.

Los domingos a la mañana, papá, Carlitos Pastorini, visitaba a Alfredo Abriata. Con él intercambiaban semillas, plantines de verdura. Sin saberlo mantenían los cultivos sanos y la variedad genética, cosa que ahora si sacamos semillas de una planta y las plantamos vemos que la planta que origina, no conserva la forma original de la planta madre.

En la quinta trabajaba nuestro vecino, Reinaldo Gagliardini y su hermano Elio Gagliardini nos traía, en invierno hinojos. Cada cultivo era estacional no como ahora que podemos comprar tomates, por ejemplo, todo el año. Qué placer esas caminatas. Y cuántos cambios en sólo cuarenta y pico de años. Cada tanto volvemos a la calle Rioja y Rivera para dar una mirada nostálgica a la La Meca, lo único que queda, creemos, de aquel entonces.

Y ahora este relato para rescatar la historia que no está en los libros y que seguro, a nuestros nietos, les gustará escuchar…

Mónica Liliana Pastorini
mlpastorini@yahoo.com.ar

Originalmente publicado en
http://www.ciudadvillaadelina.com.ar/