viernes, 26 de marzo de 2010

El pronosticador del tiempo

El cielo a veces límpido, celeste o turquesa, otras con tonos violáceos, rojizos y anaranjados sobre todo al atardecer; otras con nubes caprichosamente divertidas o amenazantes, frías o suaves como el corderito, algodonosas, o como se nos ocurran. Mi mirada puesta ahí, cuando me levanto, cuando me acuesto, mientras voy en colectivo al trabajo, esperando el colectivo en la estación de Villa Adelina o Panamericana, donde el cielo se puede apreciar en su mayor amplitud.


Nací en el mes de junio, por eso soy de géminis, que es un signo de aire. Mucho tiempo pensé que era por eso lo reiterativo de mi mirada. Pero ahora pienso que no.

Los hijos terminamos repitiendo, mal que nos pese reconocerlo, muchas actitudes de los padres, sin ser concientes de ello. A veces son virtudes, otras veces defectos, costumbres, manías, gestos, maneras de caminar, etc. Hoy reconozco que heredé de mi padre el interés por el cielo. No soportaría vivir en un lugar, como esos departamentos de la ciudad de Buenos Aires, desde cuyas ventanas sólo se ven paredes, otras ventanas, y que, apenas, en determinado horario, se filtra algún rayito de sol, que desaparece a los pocos minutos, para seguir su recorrido.

Comienzo a recordar. Eran las seis de la mañana y papá se levantaba y se preparaba para ir a trabajar a la quinta. Mientras la pava se calentaba para cebarse algunos mates, abría la puerta de la cocina, caminaba unos pasos y miraba el cielo. Primero al norte, luego al oeste, al sur y finalmente al este, por donde aparecería esa estrella gigante llamada Sol.

Esa mirada era suficiente para saber si el tiempo sería bueno o no. Y en esos 360 grados, saber de dónde venia el viento, si lo hubiese.

Mirada y tacto, dos instrumentos indispensables para que este quintero, y seguramente como para la mayoría de ellos, pudiera, en ese primer encuentro con el día, organizar sus actividades.

Con buen tiempo se podía arar, sembrar, cosechar. Si amenazaba lluvia no sería necesario regar. Si la idea era sembrar, había que apurarse antes que lloviese. Les vendría bien a las semillas “un golpe de agua”.

Al mediodía después de almorzar, se recostaba un rato y luego se levantaba. Mientras tomaba unos mates abajo del paraíso, sentado en su sillita baja de paja, miraba el cielo. A veces otras señales lo ayudaban a pronosticar el mal tiempo: el perro panza arriba, las gaviotas que volvían al río antes de las cuatro de la tarde, que en invierno es su horario habitual; las golondrinas revoloteando bajito. El decía que si la luna nueva se hacía con agua continuaba el mal tiempo por muchos días. Si el mal tiempo se componía de noche, iba a seguir lloviendo, lo mismo si caía una helada después de una lluvia. Rara vez el pronóstico le fallaba.

Cuando cantaba la rana o el gallo fuera de hora, el tiempo desmejoraba.Cuando era abundante el rocío por la mañana eso era indicio de buen tiempo. Hay que recordar que alrededor del 1960 Villa Adelina, partido de San Isidro, tenia el 98% de las calles de tierra con zanjas donde se criaban los renacuajos de ranas y sapos. La quinta de los Abriata y la gran cantidad de lotes baldíos, permitían ver el horizonte, con la posibilidad de una rica vida silvestre. En el barrio contábamos además con el molino de la casaquinta de Thames y Pedernera que nos orientaba sobre la dirección del viento al igual que las veletas con los gallitos, que muchas casas tenían.

Habían indicadores seguros de lluvia próxima: las chapas del techo secas al amanecer, el viento del este soplando fuerte durante días, el cielo cubierto de nubes como majada de corderitos. En cambio el viento del norte traía seca.

Recuerdo una vez, un cálido día de marzo, que papá se levantó de dormir la siesta y, tras mirar el cielo, anticipó: “se viene una tormenta brava”. Y expresó ahí su preocupación: ese año había dejado varias mergas (parcelas de terreno) de chaucha para semilla. O sea: no había juntado las vainas para vender, sino que las había dejado para que maduren completamente en las plantas, así se aseguraba la provisión de semillas para la primavera, y se evitaba tener que comprarlas.

 
Ni lenta ni perezosa, mi mamá, Antonia Kortebani, se cambió, preparó un bolso con algo para tomar y algo para comer, y también ella rumbeó para la quinta, que quedaba a más de diez cuadras de nuestra casa de Villa Adelina. Eran tierras que Alicia Buffa había heredado de su padre, y que Carlitos Pastorini, mi papá, cultivaba desde hacía bastante tiempo. Primero había estado allí con mi tío Pedro Pastorini, pero luego, cuando el tío decidió dejar la actividad, se quedó él solo con la quinta. El trabajaba, cosechaba, vendía lo que cosechaba, y se repartía con Alicia parte de las ganancias y de los gastos.

Ese día pasó algo asombroso: cuando mamá terminó de juntar la última chaucha para semilla, se largó la lluvia. Alcanzaron a refugiarse en el invernáculo, donde Alicia, después de la muerte de su esposo, Miguel Mari, cultivaba flores. Antes don Miguel, cultivaba helechos plumosos para vender en el mercado de flores.


Y allí, desde ese lugar vidriado, Alicia y mis padres, miraban asombrados “la tormenta que se había largado”.
- Tenías razón, Carlitos- dijo Alicia que en un primer momento no había creído en la palabra de él.
-Y… son años- fueron las palabras de mi padre.

Hoy día el hombre de campo encuentra en Internet, los noticieros, tanto de la radio como de la televisión, el pronóstico del tiempo minuto a minuto. Pero a pesar de la nueva tecnología y adelantos de la ciencia, no dudo en que siguen mirando el cielo…

Mónica Liliana Pastorini
mlpastorini@yahoo.com.ar