martes, 23 de enero de 2018

El Sabor de la Pasión

La capacidad de sentir, reconocer y expresar un muy amplio espectro de emociones, desde las más burdas a las más refinadas -que es en definitiva lo que caracteriza a un buen actor-, no puede desarrollarse con nobleza ni irradiar un efecto conmovedor sobre el público si no hay un amor y un disfrute intensos del oficio por parte de quien lo ejerce. "Dos tablas y una pasión" han definido siempre los ingleses al teatro. Roberto Carnaghi, uno de los actores más talentosos de la Argentina, pertenece a esa raza de intérpretes atravesados por la pasión tiene más de cuarenta años de trabajo sobre los escenarios, en la televisión y el cine y nada puede mermar su sanguíneo entusiasmo, su disposición a enfrentar al toro cada día con la misma energía que desplegaba allá en sus comienzos en San Isidro, cuando se inició con 17 años en el teatro de una Escuela de Comercio dependiente de la municipalidad del partido. Tal vez esa exuberancia le venga en parte de la cepa italiana que le trasfundió su padre -y en verdad su histrionismo hace recordar a menudo al de actores como Sordi o Gassman-, pero igual ardor podría reclamar para sí la vertiente española de su prosapia, que procede de la madre. En todo caso, la mezcla ha dado en este caso un excelente resultado. 

Pero, sin perjuicio de la impronta genética, el amor por la interpretación que manifiesta Carnaghi es un típico caso de apasionamiento desarrollado sobre el propio campo de pruebas de la experiencia, porque, como confiesa con esa franqueza y simpatía que lo acompañan a toda hora, no hubo en el niño que fue uno de esos actores en cierne que esperan ser descubierto por el ojo avizor de un experto. No, él califica su incorporación al teatro como una casualidad, uno de esos clásicos encuentros a ciegas en los que no puede anticiparse lo que va a ocurrir.


A la edad que ingresó al teatro ya trabajaba en Grafex, una empresa que fabricaba los cuadernos Gloria, Éxito y otros objetos escolares. Ganaba bien y sabía que, de continuar en la firma, como ocurría por entonces, hubiera llegado a un puesto gerencial del que se habría jubilado a la edad correspondiente. Pero no estaba conforme con su probable destino. Le gustaba mucho leer, oír buena música y comprarse libros de pintura y tenía la ilusión de encontrar para su vida un proyecto distinto. Fue en esa instancia de insatisfacción que un amigo de Villa Adelina -localidad a la que se mudó a los 4 años, después de haber nacido en AveIlaneda, cerca del Mercado Viejo- le propuso ingresar a un teatro escuela de San Isidro. La idea era formar gente en esa entidad para ir montando espectáculos en estaciones, plazas o villas de emergencia de la zona, como la famosa Cava. En esos lugares juntaban cientos de personas por función los fines de semana. Era entre los años 1959 y 1960.

Al principio no actuó. Como era hijo de un carpintero milanés que sabía trabajar con habilidad la madera aprovecharon los conocimientos que había aprendido junto a su padre. Pero poco a poco se fue acercando a la actuación. La primera obra en que intervino fue en El herrero y el diablo, obra de Juan Carlos Gené inspirada en un capítulo de Don Segundo Sombra, novela de Ricardo Güiraldes. Hacía el personaje de San Pedro, que en esa versión vestía de gaucho. A esa altura, la escuela teatro ya tenía una sala con 300 asientos que había entregado la municipalidad, ubicada en lo que hoy es el Juzgado de San Isidro. Recuerda entre sus compañeros de esa época a Aarón Korz, Hugo Midón, Roberto Perinelli, María Julia Bertotto. Entre los directores que contó el grupo estuvieron Osvaldo Demarco, Hubert Haroldo Copello y Camilo Da Passano, con el que actuó en la obra En familia, de Florencio Sánchez.

 

Da Passano, quien desde el principio le vio condiciones de actor, fue el que le aconsejó ingresar a la Escuela Nacional de Arte Dramático, paso que dio en 1963. Allí estudió los cuatro años que duraba la carrera y tuvo a profesores tan relevantes como Fernando Labat, Osvaldo Bonet, Maria Rosa Gallo, Alfredo Alcón, Ernesto Bianco, Enrique Ryma, Saulo Benavente, Luis Diego Pedreira y Néstor Nocera, de quien dice que "sus clases eran una misa". En el verano de 1966, faltándole un año para terminar la carrera y ya totalmente convencido de que sería actor -porque hasta comienzos del segundo año no se sentía aún muy seguro-, fue convocado para trabajar en Los batifondos de Chioggia, pieza de Carlo Goldoni realizada en El Botánico. "Hacía un pescador que decía tres bocadillos. Más que nada me necesitaban, a mí y a otro muchacho, para que moviéramos los carros en escena. Pero fue mi debut profesional, el que me permitió ganar mis primeros pesos con el teatro", evoca con cariño. 

EI primer personaje importante en la nueva etapa y con el Grupo del Sur fue bajo la dirección de Carlos Gorostiza en EI mundo de Schoilem Aleijem. Más tarde en el ABC participo de la comedia Qué tal te trata la vida. Allí lo vio Carlos Gandolfo, quien lo invitó para que trabajara en Salvados, una pieza de Edward Bond que, debido a una prohibición del gobierno de Onganía, duró sólo unos días en cartel. En el Conservatorio, Carnaghi se había formado en los métodos más clásicos de la actuación y nunca renegó de esa preparación que le proveyó de instrumentos muy útiles en distintas épocas de su carrera. Pero, ingresar en la constelación creativa de directores como Carlos Gandolfo, Agustín Alezzo, Augusto Fernandes y otros, que constituían claramente la veta más renovadora del teatro argentino, lo llenó de una inmensa alegría.

"Fue tanto mi entusiasmo cuando me llamo Gandolfo que dejé Luces de Bohemia, que se representaba en el Cervantes -cuenta-. Allí hacía de soldado tres o cuatro, no sé, pero ganaba un sueldo que me permitía sobrevivir. Ya estaba casado y tenía mi primer hijo. Pero, mi deseo de construir un nuevo horizonte actoral pudo más y me arriesgué. Mis amigos de entonces me decían que estaba loco, que podía quedarme sin trabajo en poco tiempo y que apenas si iba a ganar plata. No les faltaba razón. Salvados duró apenas unos días, pero esa decisión hizo que me internara en un camino distinto, más rico en muchos aspectos. En ese instante, como en otros de mi vida, primó la pasión. Y frente a ella no dudé".

Con Gandolfo, Carnaghi estuvo unos tres años. En 1970 trabajó por primera vez en el Teatro San Martín en Romance de Lobos, de del Valle-Inclán, bajo la dirección de Alezzo y con un elenco de lujo: Alfredo Alcón, Milagros de la Vega, Hedy Crilla, Fernando Vegal. Interpretaba un papel pequeño y lo acompañaban en papeles similares Leonor Manso, Antonio Grimau y otros intérpretes que también estaban en los comienzos de su carrera. Luego, intervendría en El enemigo del pueblo, de Ibsen, en la versión dirigida por Roberto Durán e interpretada por Ernesto Bianco, Héctor Alterio y Osvaldo Terranova. Entretanto, y para sobrevivir en los tiempos donde la profesión de actor dejaba baches y paréntesis, vendía libros. Antes o después de eso, y como lo relató en otro reportaje, vendió también perfumes. "Cuando nació mi hija Paula, la segunda de mis tres hijos, yo tenía proyectos para hacer televisión, teatro y una película, y en diez días se cayó todo. Estuve seis meses sin trabajar, hasta que un amigo me ofreció vender artículos de perfumería. Y, por supuesto, acepté. Ahora que lo pienso, podría haberme quedado en esa empresa (risas). Ganaba bien, pero se impuso el amor al teatro".

Por esos años de saltos y discontinuidades trabajó también con Onofre Lovero, Virginia Lago y Héctor Gióvine en una comedia musical política, La murga, de Pedro Orgambide, que debió ser levantada ante una amenaza de la Triple A de volar el teatro donde se montaba. Con los mismos actores y Durán actuó en Tío Vania componiendo el personaje de Teleguin. Por esa época, y alentado por Alberto Ure, comenzó además a hacer distintas publicidades y se hizo una cara conocida en la televisión.

Lo que siguió casi enseguida son los dos años en la revista del Maipo junto a Alberto Olmedo, Jorge Porcel, Ethel Rojo, Tristán, Adolfo García Grau, Osvaldo Pacheco. Hay una verdad indiscutible: Roberto Carnaghi ha sido siempre un artista de hacer apuestas fuertes. A pesar de interpretar en su carrera toda clase de grandes autores en comedia, drama o tragedia -Shakespeare, Chejov, del Valle-Inclán, Brecht, Ibsen, Shaw y otros, entre los clásicos, nunca le sacó el cuerpo a las obras de comicidad más ligera. Su participación en estos días en una obra como La jaula de las locas, que le cae como anillo al dedo a su formidable histrionismo, es un ejemplo de ello. Cuando otros actores, por prejuicio o por falta de ductilidad, no se adscribían a ese género, él lo recorría con plenitud y tratando de disfrutarlo con todos los sentidos. "No me arrepiento para nada de una experiencia como la del Maipo -dice-. Es posible que los textos de esas revistas fueran de mala calidad, pero el trabajo que hacían los cómicos para hacer reír al público, para crear situaciones graciosas, era realmente muy profesional. Se aprendía mucho viendo cómo esa gente se relacionaba con la platea. A mí el pasaje por ese género me dio mucho training".

Es evidente que a Carnaghi le tiraba sin embargo el otro teatro, porque podría haberse eternizado en la revista y no lo hizo. Ni bien le apareció una nueva propuesta en el San Martín dejó el Maipo y se fue a trabajar con Gianni Lunadei y Miguel Ligero en una obra de la Comedia del Arte, ganando sólo la mitad de lo que percibía en la sala de la calle Esmeralda. A ese episodio laboral, le siguió en el mismo teatro una hermosa experiencia en el Cyrano de Bergerac junto a Ernesto Bianco. En la versión que interpretaba este actor -fallecido por ese tiempo- hizo de un poeta y un personaje llamado Montfleury. AI año siguiente, al ser Bianco reemplazado por Enrique Fava, compuso el Ragueneau. Fue después de esa labor que Kive Staiff lo convocó, entre 1977 y 1978, para el elenco estable del teatro en donde estuvo hasta 1990, año en que ese cuerpo fue disuelto por Emilio Alfaro. Su última actuación en ese periplo por el teatro municipal tuvo lugar en Morgan, una obra de Griselda Gambaro en la que tuvo a su cargo el protagónico.


Mientras estuvo en el elenco estable trabajaba también con Tato Bores, con quien colaboro en once temporadas de televisión haciendo distintos personajes que le dieron una enorme popularidad, entre ellos aquel famoso corrupto capaz de venderse en cuestión de segundos al mejor postor. Al San Martín volvió sobre finales de la década del noventa y a partir de esa fecha actuó en infinidad de ocasiones: La resistible ascensión de Arturo Ui, Discepolín y yo, La profesión de la señora Warren, Rey Lear y otras. El trabajo en la obra de Bertolt Brecht le valió un ACE de Oro. La actualidad lo muestra a Carnaghi en un tramo particularmente brillante de su carrera y de absoluta versatilidad. A sus celebrados y recientes trabajos en televisión -esa perla que fue el mayordomo de La niñera y el Lisandro de Montecristo, agregó en teatro su Gloucester en Rey Lear- muy elogiado por la crítica, a diferencia de la puesta de Lavelli- y el actual Albino de La jaula de las locas. Las obras de teatro en las que intervino Carnaghi en su carrera superan las sesenta.

No reniega del éxito, pero como todo nombre inteligente sabe que el oro de hoy puede ser el barro de mañana ya que la estabilidad no es el rasgo dominante en el gremio de actores, uno de los que más desocupados tiene. Lo que más le gusta de su actual etapa -más allá de ejercitar con todo el oficio y en cuerdas tan distintas y gratificantes- es la posibilidad de ofrecer con su trabajo miradas que puedan enriquecer el análisis de la realidad. La pasión de Carnaghi por su profesión no es un sentimiento egoísta que se consume en su propio fuego, es un rasgo de su personalidad que alimenta también una fuerte sensibilidad social, una preocupación por lo que le ocurre a los demás.

Refiriéndose al personaje de Lisandro comenta: "Lo que me gusta del trabajo en la televisión es la posibilidad que da de hacer crecer a un personaje. En casi 150 capítulos como tuvo Montecristo, pude probar mucho e ir cambiando la dimensión del Lisandro. De entrada hablé con los autores y les dije que quería hacer un personaje pleno de matices, no un malo a ultranza, un malvado estereotipado, porque creo que eso no le interesa a nadie. Lo más inquietante, lo más estremecedor de un torturador y asesino como el que interpreté es que tiene el aspecto de cualquier persona normal, la apariencia de un ser humano como todos. Es un tipo que puede estar sentado al lado tuyo en un colectivo y resultar agradable. Y hasta contarte chistes. Es alguien al que le pueden gustar los chicos y querer a su mujer. El Hitler que nos muestra Bruno Ganz en La caída no tiene aspecto de monstruo, ¿No es acaso un nombre que ama a su mujer, Eva Braun, ya que le caen bien los niñitos de ojos celestes? Bueno, estos tipos siguen estando entre nosotros. Lo bueno de un programa como Montecristo es que puede ayudar a afinar la percepción, a alertar sobre la necesidad de abrir bien el ojo y conocer más a fondo a las personas. Esto es muy importante, sobre todo a la hora de votar o tomar decisiones importantes en la vida, porque de pronto aparece alguien muy simpático y nos olvidamos de lo que fue, de lo que hizo, de que estuvo complicado en cosas muy feas."

"Y esto es fundamental, porque en lo que decidamos en el presente nos va el destino de la sociedad, del mismo modo que en la defensa de la ecología nos va la vida del planeta -añade-. Este es un país al que lo desvalijaron, en el que hay millones de desocupados todavía. Y les va a llevar tiempo reconstruirlo, ¿pero cómo lo vamos a hacer? Cuando se habla de solucionar el tema de la delincuencia, ¿qué medidas pensamos tomar? La delincuencia no se soluciona poniendo más policías en la calle o aumentando el número de coches patrulleros. Se soluciona con trabajo y educación. La persona que carece de futuro desprecia su vida. Entonces, ¿cómo podemos pensar que va a respetar la nuestra? Un chico que está a las tres de la madrugada en la calle y duerme allí, ¿qué pensamos que va a ser, un médico? Tenemos varios millones de personas que están por debajo del índice de pobreza. Y otros cuantos que no viven espléndidamente, sino que oscilan entre la soga en el cuello o una sobrevivencia más o menos tolerable. Los que viven extraordinariamente bien no son más de dos millones. ¿Vamos a dejar que todo esto siga así? Con soluciones parciales no vamos a ningún lugar, necesitamos que se arreglen los problemas de toda la sociedad.

Por eso digo, que mientras trabaje en proyectos que contribuyan a hacer pensar seriamente a la gente me siento mejor como actor. Creo que el sentido de esta profesión está en hacer divertir a las personas -y eso me parece muy saludable, muy bueno-, pero también en hacerlas pensar."

Roberto Carnaghi cuenta que siendo grande se enteró de que su madre, Ernestina Paula, una mujer nacida en Saladillo, había sido en el campo donde vivía una gran jinete. "Sí, la Potola, en las noches de luna salía a cabalgar con el caballo y con un látigo bajaba las perdices que después llevaba a la casa", le contaba una tía suya al actor. La imagen de esa certera cazadora, moviéndose nocturna y grácil como una gasa al viento, es fuerte y acude con frecuencia a la mente de Carnaghi. El látigo con el que cualquier actor atrapa la vida es su imaginación, esos ojos alucinados de la mente con los que penetra en las intimidades de otras almas, las hace suyas recreándolas y las ofrece al público para que las mire de otra manera. Con más profundidad o más poéticamente, que después de todo de eso trata el arte. Eso hace Carnaghi como actor apasionado. Y del otro lado del escenario, se lo agradecemos.

Alberto Catena
Fotos: Gisele Romio

(en Revista Cabal-Mayo/Junio 2007-Pág. 22/25)