sábado, 27 de febrero de 2010

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La cancha del Parque Cisneros hace 40 años

La cancha del Parque Cisneros se encontraba el predio formado por las calles Rioja, Soldado de Malvinas y Los Jazmines, que en ese momento no existían físicamente y sí en los catastros. Para nosotros esta cancha era el lugar de encuentro obligado durante las vacaciones, los fines de semana o después del cole (escuela Nº12). Eso si los sábados a la tarde jugaban primero los "grandes" hoy diría que eran pibes de 20 años. Después jugábamos nosotros, los chicos.

Eran partidos interminables, pura diversión entre amigos. Mucho césped la cancha no tenia solo los laterales y una de las áreas. Para cuidarlo, mi papa, Rodolfo Lupi y mi abuelo, José Felix Lupi traían la maquina de la Unión Vecinal Parque Cisneros y ahí nos poníamos a trabajar todos.

Otra cosa que recuerdo eran los pinos que había a los costados de la cancha, esos pinos eran otro lugar de juego o simplemente subíamos a uno de ellos y desde ahí podíamos ver la hora que indicaba el reloj del cartel que tenia la fabrica BGH (Hipólito Yrigoyen casi Panamericana), que buena vista que teníamos ¡¡¡¡¡ Que linda etapa de la vida!!!!!!

Fabián Roberto Lupi
(originalmente publicado en www.ciudadvilladelina.com.ar - 21-2-10)

lunes, 22 de febrero de 2010

De Horacio Barros

Fecha: 22/02/2010 12:21:06 p.m.
Asunto: Re: Reenviar: [Villa Adelina en el Recuerdo] De Ana Boado

Hola Tere y Migue: qué hermosos recuerdos sobre todo el de la Maestra Zaida Console!

Les cuento que vivía de la escuela 1 cuadra por Guido Spano para el lado de Carapachay. Tenía 2 hijos: el Cholito y su hija Inés, y al esposo todo ese barrio le decíamos Don Cholo. Después de su casa ya empezaba un gran terreno que era nuestra canchita de futbol y en la cual también hacíamos las fogatas.

Pegado a la casa de los Console había una higuera que tantas tardes compartimos con la barra. Y un detalle: jugábamos al fusilamiento con la pelota contra la medianera de ellos y más de una vez le cortábamos la siesta; nunca una gran enojo.

Por ello este gran recuerdo, cuántas tardes nos daba agua en el medio de un partido. De la cancha sólo nos separaba un alambre que no tenia mas de un metro, por ello cuántas pelotas se cayeron en su terreno.

Gracias por traer este recuerdo.

Guiso carrero para las visitas

Era el 12 de marzo de 1961. Ese día el abuelo Juansú se levantó temprano, limpió su cocina económica, preparó la olla negra de hierro, la tabla de madera para cortar las verduras, afiló la cuchilla. Pero antes, como ya la pava, también negra de tanto tizne, empezó a llamarlo, la corrió del fogón, que tenía cubierto por todos los aros concéntricos de hierro para que no se escaparan las llamas, y se tomó unos amargos. El mate era de calabaza, negro y brilloso por el uso. La bombilla tal vez fuera de plata., no recuerdo, pero parecía de ese noble metal.

Uno entraba allí y a la izquierda estaba la cocina económica y una especie de mesada de madera. Debajo de la cocina económica, hacia la derecha de la misma, los troncos esperaban alimentar al fuego, generosamente. Al fondo ocupando casi todo el ancho de la cocina, una mesa fuerte de madera, rústica, custodiada por una banca pintada de verde inglés, también rústica, larga y fuerte como para recibir a varios invitados.

Hacia la derecha de la entrada, como un viejo ropero, rústico, también pintado de verde inglés. Allí se guardaban, por un lado, las herramientas y por otro todo lo referido a la comida: platos, ollas, cubiertos, vasos, fuentes, etc. Cada estante estaba forrado de papel madera cortado los bordes en ondas y acomodado como si fuera una coqueta carpetita.

El piso era de tierra apisonada, que rociábamos con agua, antes de barrerlo, cuando le ordenábamos la cocina al abuelo. Los días de lluvia, aunque nosotras teníamos nuestra cocina, nos gustaba hacer allí, buñuelitos, tortas fritas o rositas de maíz que saltaban por toda la cocina.

El único adorno que había era un almanaque con dibujos de Molina Campos.

Volviendo a esa mañana, el abuelo también se hizo un tiempito para sacar los aperos y lustrarlos. Los conservaba aunque ya no tenía caballos. Eran de cuero con adornos de bronce, muy bonitos.

A las 11,30 hs de la mañana el guiso ya iba marchando: chorizos, panceta, ossobuco, papas, cebolla, zapallitos, ajíes, y no sé cuantas cosas más.
El abuelo había aprendido a hacer el guiso carrero cuando fue a Mendoza en carreta y en el camino, con la ollita de tres patas que colgaba de la parte de debajo de la misma, con lo que tenía o podía conseguir, hacía ese guiso.

Casi justo a las doce del mediodía, llegó el sulky. El abuelo abrió el portón de madera, de nuestra casa de Villa Adelina, sobre Thames, que era lo
suficientemente ancho para que pudiera pasar el camión con el que se llevaban las verduras al Mercado Dorrego, o para que entre, como en esta ocasión, el sulky de un amigo.

Y el amigo apareció junto con su señora y los pequeños hijos. Era Don Lázaro Peirano, dueño del tambo que estaba en la calle Blanco Encalada, de San Isidro, atrás de la Escuela Nro. 6. Muchos eran los que le compraban la leche en San Isidro, cuando él pasaba con su reparto.

Para la ocasión Don Peirano se había venido con su bombacha, camisa blanca, pañuelo al cuello y botas. Por supuesto no podía faltar el chambergo tan característico de nuestros gauchos y la rastra con monedas. Y ni que hablar de los aperos con que estaba vestido su caballito oscuro, manso, que quedó atado en un paraíso a orillas de la casa.

El día se les pasó muy rápido, entre charla y charla. Tanto el abuelo como Peirano eran carreteros. Había fotos para mostrar, anécdotas para contar, todo matizado con alguna que otra payada con que Juansú los deleitaba, arrancando la risa divertida de los visitantes.

Al atardecer llegó la hora de partir. El caballo volvió al sulky y los visitantes se despidieron con cariño del buen anfitrión.

Mientras tanto se acentuaba el perfume del jazmín del país y de las damas de noche, anunciando el fin del día.

Mónica Liliana Pastorini
mlpastorini@yahoo.com.ar

De Ana Boado

Y sigo con mis recuerdos, y me vienen a la memoria tantas cosas que no es fácil plasmar ordenadamente todo en un relato, pero trato de evocarlos de la mejor manera. Qué loco es todo no?

El otro día me encontré en Unicenter con Raquel Ferraro, y comentamos esto tan lindo de reencontrarnos en un blog, pero después pensé !!! UNICENTER !!! Si es del siglo pasado... somos del siglo pasado... pero parece que estuviésemos dentro de un libro de historia. Esto si que es un volver a vivir !!!!

Recuerdo las calles de tierra, los zanjones, la escarcha en las mañanas de invierno. Desde mi casa -Marcos Sastre 3890- se veía la estación!! Tenia al lado, haciendo esquina con la calle Santiago del Estero, un terreno baldío y allí se hacia la fogata de San Juan, con muñeco y todo, y grandes y chicos lo disfrutaban y todos colaboraban para el evento con inmensa alegría.

Llegó 1951 y comencé primer grado, como dicen "fui a la 12", Domingo F. Sarmiento, que era un edificio nuevo, Av. de Mayo, Virrey Vértiz y Paraná. Todo estaba impecable, hasta el piso de parquet... lustrado!!!! Y había radiadores para calefaccionar las aulas.

Mi maestra de 1º Inferior fue la Sra. Console, seguramente ha sido la maestra de muchos, era excelente y tengo un hermoso recuerdo de ella. En 1º Superior decidieron que los varones iban por la mañana y las niñas por la tarde.

Así fue hasta cuarto grado, año 1955, que se hizo mixto y me pasaron a la mañana. Teníamos como maestra a la Srta. Alicia Patiño, pero también había aulas de varones solamente y tenían maestro.

Y mi maestra de sexto fue la Sra. Fauzon (no estoy segura de haber escrito bien este apellido) que hablaba muy bien francés y nos había enseñado algunas palabras, tal es así que debíamos saludarla por la mañana y al despedirnos a mediodía en francés. Era un encanto de persona.

Yo había comenzado a aprender danzas españolas y en alguna oportunidad baile en el glorioso salón de actos!! Mi breve incursión en la danza española con las hermanas Luengo fue muy importante en mi vida, era muy feliz y disfrutaba todo lo que me enseñaban, participé en los festivales de los años 1954/55 y 1956 en el Cine Teatro Mayo, y la persona que manejaba la iluminación era Juan Magnani. Además, él era quien proyectaba las películas, y el encargado de la boletería del Cine era el Sr. Luján, y su esposa Irma me enseñaba Dactilografía!!! Ellos vivían frente al cine, en una hermosa casona que hoy es el Restaurante Casablanca.

Bueno, me despido hasta la próxima que espero encontrar fotos y seguir con los relatos.

Un cariño.

Ana María Boado
boadoana@yahoo.com.ar

miércoles, 10 de febrero de 2010

El barrio de la abuela Mina

Era el 8 de diciembre de 1965, tomaba mi primera comunión. Estábamos todos los chicos formados en hileras de cinco, el cura, junto a los monaguillos nos invitó a dar una vuelta alrededor de la plaza antes de entrar a la Iglesia. Llevaba, por supuesto, un vestido blanco (hecho por mi abue), con una vincha de tul y organza, guantes de encaje y zapatos blancos.

En el trayecto casi piso un tremendo hormiguero! Seguimos caminando y entramos a la Iglesia. No solamente era el día de nuestra primera comunión, sino que también era el día de su inauguración, faltaban los mosaicos en el piso y los bancos, pero grande fue mi sorpresa, porque cuando empezamos a ingresar se escuchaba un coro, miré a mi derecha y ¿quiénes eran? Mi abue, mi mamá, la tía Billy, el tío Polo y el tío Guillermo (hermanos de mi mamá). A mi izquierda estaba mi papá (don Aquiles) y mi hermano Enrique.

Luego de la misa fuimos a casa en el Buick 8. Un año más tarde, durante el verano del año 1966, estaba por cumplir 8 años, había comenzado a pasar la máquina por la calle Gral. Lamadrid para luego ser asfaltada, por supuesto que a la tarde, luego que la misma terminaba de trabajar, salían todos los vecinos a observar algo tan ansiado. Una vez terminado el asfalto, fui hasta la esquina con mis amiguitas y dejé las huellas de las "skippy" (que todavía están).

Luego, a medida que pasaban los años, continuaron asfaltando las demás calles del barrio, incluyendo la entonces Las Acacias (hoy Soldado de Malvinas), que tomando derecho hacia el oeste, llegaba a la casa de la abuela Mina (apócope de Guillermina) y del abuelo Mundo (apócope de Edmundo). Iba día por medio a visitarlos, pasaba después de ir a la clase de guitarra o desde casa, en mi bici, el trayecto era por General Lamadrid hasta Soldado de Malvinas, seguía derecho hacia la estación, cruzaba la Avenida de Mayo. Entre la avenida y Yerbal había un montañita (por supuesto que la calle era de tierra), pasaba sobre la montañita y seguía derecho hasta Independencia, doblaba a la izquierda, estaba el corralón en la esquina, era la tercera casa.

Siempre decimos que nuestra abuela es la más linda, ¡y lo era! Era de estatura mediana, pelo negro muy finito y ojos lilas, ¡Sí señor! ¡Ojos lilas! y no era Liz Taylor, ¡Era mi abuela! Algunos sábados a la tarde hacíamos algo poco común, como vivía a media cuadra de la Iglesia, llegada la nochecita íbamos a ver los casamientos como si hubiésemos sido invitadas, pero no íbamos a verlos porque conocíamos a los novios, ni tampoco por ver el vestido de la novia, ni por romanticismo, mi tía Billy (apócope de Billiken), cuyo nombre es Esperanza Amada cantaba el Ave María, y mi tío Fernando (su esposo) tenía un Kaiser Carabela (¡enorme!) donde llevaba a la novia de turno.

También, algún día de reunión en la casa de la abue, nos llevaba con mi mamá, mis dos tías y en aquel entonces, mis primitos, a dar una vuelta a la plaza en karting. El dueño de los mismos los colocaba alrededor del mástil y partía desde allí, daba toda la vuelta y terminaba en el mismo lugar. Cuántos hermosos recuerdos...! Veíamos juntas "Buenas tardes, mucho gusto", donde ví por primera vez a quien años más tarde fuera mi profesora de cocina: Chela Amato Negri. Me enseñó a tejer a máquina, al crochet y a dos agujas. En una de las habitaciones había algo a lo que yo le tenía terror: "una mujer sin cabeza" (el manequí), aunque a veces estaba vestida, no sabía por qué. ...Y ahí permanecerá la casa de la abuela Mina, en Independencia 1932, la plaza, la Iglesia, y la vuelta en karting.

Viviana Alvarez Rodríguez

lunes, 1 de febrero de 2010

Como recién salidas de un figurín

Pasado el mediodía del sábado mis tías, Nélida y Rosita Pastorini, llegaban de sus trabajos. Nélida, de 35 años, trabajaba en la Standard Electric (Beccar) y Rosita, de 26 años, en el laboratorio Squibb (Martínez). Antes de almorzar se les imponía el lavado de la ropa, limpiar un poco la casa, hacer la comida.

Corría el año 1961. Después venía la siesta, que todos respetábamos en aquel entonces. La ceremonia obligada de los sábados comenzaba a las 5 de la tarde. Preparaban la mesa, cubriéndola con una frazada y una sábana por arriba. El rociador en el centro hacia la derecha. La plancha debía estar caliente pero no tanto para no tostar la ropa. A las cinco y media, broches en mano, sobre el alambre para tender la ropa, se abrochaba la primera: dura, impecable el color, perfecta la forma. Y veinte minutos después la segunda. Yo pasaba y las miraba, de no tan cerca, para que ningún roce las deformara ya que aún conservaban un poco la humedad del agua. Extrañas, rígidas, reacias a dejarse llevar por la brisa, apenas un movimiento desde esa altura. Permanecían un buen rato hasta que la ceremonia continuaba cuando, con sumo cuidado, se las llevaba al dormitorio, para descansar sobre sendas sillas.

No recuerdo a qué hora mis tías y sus amigas del barrio, partían para ir a bailar al Club Stella Alpina, frente a la estación de Villa Adelina, donde actualmente están las oficinas y estacionamiento de la línea de colectivos Nº 71. Pero seguramente eran bailes que comenzaban mucho más temprano que los actuales.

Y allí iban ellas con vestidos amplios, alegres, debajo de los cuales, se ponían las enaguas almidonadas planchadas horas antes. Y los resultados justificaban el esfuerzo: mis tías parecían recién salidas de un figurín.

Mónica L. Pastorini - 29/01/2010mlpastorini@yahoo.com.ar

Una casa de campo y mis afectos

Un día de verano de 1960. Como siempre la visita obligada a Zule (Zulema López de Gagliardini) de Thames 1050. Una puertita comunicaba ambos fondos, el de nuestra casa y el de ellos. Con el tiempo supe que no éramos los únicos vecinos que teníamos esta modalidad.

Ya habían terminado de almorzar, al igual que nosotros. Zule ya tenía el patio de ladrillos baldeado, la cocina limpia, muy pintoresca: un aparador antiguo con espejo y mesada de mármol, un juego de mesa y sillas de madera, una mesada pequeña y la cocina económica, negra y brillante por la hacendosa mano de la patrona. Colgaban ollas, cucharones, espumadera, colador. A la entrada de la cocina un mueblecito pintado de verde claro: la heladera a barra de hielo (creo que la llamaban conservadora). El hielo se lo traían en un carro envuelto en arpillera.

La casa era de adobe y el techo de chapa. Habían faenado un cerdo por eso se veían colgados de los tirantes del techo de la cocina todos los chacinados. A cada lado de la puerta siempre presentes las ristras de pimientos de la mala palabra, secándose al calor del lugar y siempre dispuestos para que Reinaldo Gagliardini, su esposo, se los comiera en sándwiches que sólo él podía tolerar. Un día el médico le prohibió comerlos, y desde ese día, las ristras desaparecieron de la cocina. Pero siguió cultivando el peligroso manjar entre otras verduras de la quinta que tenía al fondo, ocultos entre tomates y otros ajíes. Yendo con un pan abajo del brazo, retomó a escondidas los sándwiches, con los ajíes recién cosechados. Zulema había cerrado las cortinas del corredor y de la cocina, oscureciendo los ambientes, y se imponía ir a dormir la siesta.

Ella se había criado en la isla; añoraba las madreselvas, las azaleas, las hortensias que en ese tiempo ya poblaban las márgenes de las islas. Había ido a una escuela flotante, y siempre nos contaba el temor que le provocaba ir allí. Después había aprendido a juntar los mimbres y ayudaba a su familia en ese duro trabajo que les permitía mantenerse. Con el tiempo se mudó a la casa de una tía en Villa Adelina, adonde conoció a su futuro esposo.

Gagliardini vivió siempre en Villa Adelina; fue a la escuela de Paraná y Fondo de la Legua, fundada por Domingo Faustino Sarmiento, a la que llegaba a pie por un sendero bordeado de cina cina. En los años 60 era quintero en la quinta de los Abriata. Con el tiempo trabajó medio turno en la quinta y medio turno en la fábrica Cattaneo.

A un costado de la casa estaba el corredor con enrejado de madera, verde, tan característico de las casas de entonces, y que yo ambiciono seguir conservando en nuestra casa, que también lo tiene. Y adelante un pequeño jardincito con laurel de jardín, un níspero y agapantos violetas y blancos. Como en todos los jardines de esa época no faltaba la hoja de salón, siempre brillante y resistente a cualquier impacto climático. El patio con el clásico parral permitía pasar una tarde calurosa casi sin sentirla, y con la dicha agregada, de poder disfrutar de unas ricas uvas chinche.

En el medio del patio la bomba generosa que les brindaba un agua fresca y pura. Pegado a la casa, pero al fondo, estaba el baño, rociado siempre con acaroina, para que se mantuviera desinfectado. Y luego venia el verde total: sauces llorones, un eucaliptus, paraísos, árboles frutales, más parrales, pero ahora en forma de canteros, bajos, como los de Mendoza; la quinta de verduras, los surcos con plantas de frutillas tentadoras.

En lo que ahora es la esquina de Thames y Miguel Cané, Gagliardini tenía uno de los gallineros. Era como una fábrica o taller abandonado, con estructura de hierro y ladrillos de cantos, que formaban paredes finas, semidestruidas. No tenía techo y aún quedaban en su interior como bloques de material con argollas de hierro y resto de las paredes. No sé que habría funcionado allí pero estoy tratando de averiguarlo. Otra parte del gallinero estaba pegado por la derecha a la casa, en el lote contiguo a la misma y por el otro lindaba con la fábrica abandonada.

El cerco que daba a la calle Thames estaba tapizado con plantas de huevitos de gallo, que cuando estaban ya maduros, nos invitaba a deleitarnos las tardecitas del verano. Estaban las conejeras, en parte ocupadas por conejos y en parte ocupadas por los gallos de riña que criaba Reinaldo, separados unos de otros, nunca juntos. Estos animales parecían salidos de una paleta de pintor, por los hermosos colores de sus plumas, pero no nos eran gratos porque siempre estaban al acecho con el picotazo pronto.

Muchas veces he escuchado decir que las personas nos identificamos con los animales que tenemos y tomamos algunos rasgos de él. Esto pasaba con don Tomàs, que caminando parecía un gallo de riña por la postura de su cuerpo y cabeza. El le compraba los gallos a Reinaldo. Nunca supimos el destino último de estos animales. Y no era algo que se nos ocurría preguntar con mis seis y los cinco de mi hermana. No faltaban en la casa los perros: Pinky (chihuahua) y Diana (perra de caza). Y por supuesto una pajarera y jaulitas, pobladas, sobre todo, de jilgueros y canarios.

Debajo de los sauces, Reinaldo y Jorge y Héctor, sus hijos, habían construido una cancha de bochas donde los hombres lucían sus destrezas en los campeonatos que disputaban. Mientras tanto Elvira, su hija mujer, siempre experimentando en la cocina nuevos postres.

Cuando yo nací mi abuela paterna ya había fallecido, y al año falleció mi abuela materna. Con el correr del tiempo me di cuenta que había adoptado a Zulema como mi abuela y a su hija, Elvirita, como hermana mayor. Cuando ingresé a la escuela primaria, ya sabía leer y escribir. Ella, jugando a la maestra, había sido mi alfabetizadora. Teníamos a Juansú, que era nuestro único abuelo (paterno), pero también Gagliardini lo era, adoptivo, pero no por eso menos abuelo.

Hoy quiero dedicarles a ellos este relato, plasmando en palabras lo pintoresco y grato de lo vivido hace 50 años.

Mónica Liliana Pastorini - 27/01/2010