Pasado el mediodía del sábado mis tías, Nélida y Rosita Pastorini, llegaban de sus trabajos. Nélida, de 35 años, trabajaba en la Standard Electric (Beccar) y Rosita, de 26 años, en el laboratorio Squibb (Martínez). Antes de almorzar se les imponía el lavado de la ropa, limpiar un poco la casa, hacer la comida.
Corría el año 1961. Después venía la siesta, que todos respetábamos en aquel entonces. La ceremonia obligada de los sábados comenzaba a las 5 de la tarde. Preparaban la mesa, cubriéndola con una frazada y una sábana por arriba. El rociador en el centro hacia la derecha. La plancha debía estar caliente pero no tanto para no tostar la ropa. A las cinco y media, broches en mano, sobre el alambre para tender la ropa, se abrochaba la primera: dura, impecable el color, perfecta la forma. Y veinte minutos después la segunda. Yo pasaba y las miraba, de no tan cerca, para que ningún roce las deformara ya que aún conservaban un poco la humedad del agua. Extrañas, rígidas, reacias a dejarse llevar por la brisa, apenas un movimiento desde esa altura. Permanecían un buen rato hasta que la ceremonia continuaba cuando, con sumo cuidado, se las llevaba al dormitorio, para descansar sobre sendas sillas.
No recuerdo a qué hora mis tías y sus amigas del barrio, partían para ir a bailar al Club Stella Alpina, frente a la estación de Villa Adelina, donde actualmente están las oficinas y estacionamiento de la línea de colectivos Nº 71. Pero seguramente eran bailes que comenzaban mucho más temprano que los actuales.
Y allí iban ellas con vestidos amplios, alegres, debajo de los cuales, se ponían las enaguas almidonadas planchadas horas antes. Y los resultados justificaban el esfuerzo: mis tías parecían recién salidas de un figurín.
Mónica L. Pastorini - 29/01/2010mlpastorini@yahoo.com.ar
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