Un día de verano de 1960. Como siempre la visita obligada a Zule (Zulema López de Gagliardini) de Thames 1050. Una puertita comunicaba ambos fondos, el de nuestra casa y el de ellos. Con el tiempo supe que no éramos los únicos vecinos que teníamos esta modalidad.
Ya habían terminado de almorzar, al igual que nosotros. Zule ya tenía el patio de ladrillos baldeado, la cocina limpia, muy pintoresca: un aparador antiguo con espejo y mesada de mármol, un juego de mesa y sillas de madera, una mesada pequeña y la cocina económica, negra y brillante por la hacendosa mano de la patrona. Colgaban ollas, cucharones, espumadera, colador. A la entrada de la cocina un mueblecito pintado de verde claro: la heladera a barra de hielo (creo que la llamaban conservadora). El hielo se lo traían en un carro envuelto en arpillera.
La casa era de adobe y el techo de chapa. Habían faenado un cerdo por eso se veían colgados de los tirantes del techo de la cocina todos los chacinados. A cada lado de la puerta siempre presentes las ristras de pimientos de la mala palabra, secándose al calor del lugar y siempre dispuestos para que Reinaldo Gagliardini, su esposo, se los comiera en sándwiches que sólo él podía tolerar. Un día el médico le prohibió comerlos, y desde ese día, las ristras desaparecieron de la cocina. Pero siguió cultivando el peligroso manjar entre otras verduras de la quinta que tenía al fondo, ocultos entre tomates y otros ajíes. Yendo con un pan abajo del brazo, retomó a escondidas los sándwiches, con los ajíes recién cosechados. Zulema había cerrado las cortinas del corredor y de la cocina, oscureciendo los ambientes, y se imponía ir a dormir la siesta.
Ella se había criado en la isla; añoraba las madreselvas, las azaleas, las hortensias que en ese tiempo ya poblaban las márgenes de las islas. Había ido a una escuela flotante, y siempre nos contaba el temor que le provocaba ir allí. Después había aprendido a juntar los mimbres y ayudaba a su familia en ese duro trabajo que les permitía mantenerse. Con el tiempo se mudó a la casa de una tía en Villa Adelina, adonde conoció a su futuro esposo.
Gagliardini vivió siempre en Villa Adelina; fue a la escuela de Paraná y Fondo de la Legua, fundada por Domingo Faustino Sarmiento, a la que llegaba a pie por un sendero bordeado de cina cina. En los años 60 era quintero en la quinta de los Abriata. Con el tiempo trabajó medio turno en la quinta y medio turno en la fábrica Cattaneo.
A un costado de la casa estaba el corredor con enrejado de madera, verde, tan característico de las casas de entonces, y que yo ambiciono seguir conservando en nuestra casa, que también lo tiene. Y adelante un pequeño jardincito con laurel de jardín, un níspero y agapantos violetas y blancos. Como en todos los jardines de esa época no faltaba la hoja de salón, siempre brillante y resistente a cualquier impacto climático. El patio con el clásico parral permitía pasar una tarde calurosa casi sin sentirla, y con la dicha agregada, de poder disfrutar de unas ricas uvas chinche.
En el medio del patio la bomba generosa que les brindaba un agua fresca y pura. Pegado a la casa, pero al fondo, estaba el baño, rociado siempre con acaroina, para que se mantuviera desinfectado. Y luego venia el verde total: sauces llorones, un eucaliptus, paraísos, árboles frutales, más parrales, pero ahora en forma de canteros, bajos, como los de Mendoza; la quinta de verduras, los surcos con plantas de frutillas tentadoras.
En lo que ahora es la esquina de Thames y Miguel Cané, Gagliardini tenía uno de los gallineros. Era como una fábrica o taller abandonado, con estructura de hierro y ladrillos de cantos, que formaban paredes finas, semidestruidas. No tenía techo y aún quedaban en su interior como bloques de material con argollas de hierro y resto de las paredes. No sé que habría funcionado allí pero estoy tratando de averiguarlo. Otra parte del gallinero estaba pegado por la derecha a la casa, en el lote contiguo a la misma y por el otro lindaba con la fábrica abandonada.
El cerco que daba a la calle Thames estaba tapizado con plantas de huevitos de gallo, que cuando estaban ya maduros, nos invitaba a deleitarnos las tardecitas del verano. Estaban las conejeras, en parte ocupadas por conejos y en parte ocupadas por los gallos de riña que criaba Reinaldo, separados unos de otros, nunca juntos. Estos animales parecían salidos de una paleta de pintor, por los hermosos colores de sus plumas, pero no nos eran gratos porque siempre estaban al acecho con el picotazo pronto.
Muchas veces he escuchado decir que las personas nos identificamos con los animales que tenemos y tomamos algunos rasgos de él. Esto pasaba con don Tomàs, que caminando parecía un gallo de riña por la postura de su cuerpo y cabeza. El le compraba los gallos a Reinaldo. Nunca supimos el destino último de estos animales. Y no era algo que se nos ocurría preguntar con mis seis y los cinco de mi hermana. No faltaban en la casa los perros: Pinky (chihuahua) y Diana (perra de caza). Y por supuesto una pajarera y jaulitas, pobladas, sobre todo, de jilgueros y canarios.
Debajo de los sauces, Reinaldo y Jorge y Héctor, sus hijos, habían construido una cancha de bochas donde los hombres lucían sus destrezas en los campeonatos que disputaban. Mientras tanto Elvira, su hija mujer, siempre experimentando en la cocina nuevos postres.
Cuando yo nací mi abuela paterna ya había fallecido, y al año falleció mi abuela materna. Con el correr del tiempo me di cuenta que había adoptado a Zulema como mi abuela y a su hija, Elvirita, como hermana mayor. Cuando ingresé a la escuela primaria, ya sabía leer y escribir. Ella, jugando a la maestra, había sido mi alfabetizadora. Teníamos a Juansú, que era nuestro único abuelo (paterno), pero también Gagliardini lo era, adoptivo, pero no por eso menos abuelo.
Hoy quiero dedicarles a ellos este relato, plasmando en palabras lo pintoresco y grato de lo vivido hace 50 años.
Mónica Liliana Pastorini - 27/01/2010
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