lunes, 22 de febrero de 2010

Guiso carrero para las visitas

Era el 12 de marzo de 1961. Ese día el abuelo Juansú se levantó temprano, limpió su cocina económica, preparó la olla negra de hierro, la tabla de madera para cortar las verduras, afiló la cuchilla. Pero antes, como ya la pava, también negra de tanto tizne, empezó a llamarlo, la corrió del fogón, que tenía cubierto por todos los aros concéntricos de hierro para que no se escaparan las llamas, y se tomó unos amargos. El mate era de calabaza, negro y brilloso por el uso. La bombilla tal vez fuera de plata., no recuerdo, pero parecía de ese noble metal.

Uno entraba allí y a la izquierda estaba la cocina económica y una especie de mesada de madera. Debajo de la cocina económica, hacia la derecha de la misma, los troncos esperaban alimentar al fuego, generosamente. Al fondo ocupando casi todo el ancho de la cocina, una mesa fuerte de madera, rústica, custodiada por una banca pintada de verde inglés, también rústica, larga y fuerte como para recibir a varios invitados.

Hacia la derecha de la entrada, como un viejo ropero, rústico, también pintado de verde inglés. Allí se guardaban, por un lado, las herramientas y por otro todo lo referido a la comida: platos, ollas, cubiertos, vasos, fuentes, etc. Cada estante estaba forrado de papel madera cortado los bordes en ondas y acomodado como si fuera una coqueta carpetita.

El piso era de tierra apisonada, que rociábamos con agua, antes de barrerlo, cuando le ordenábamos la cocina al abuelo. Los días de lluvia, aunque nosotras teníamos nuestra cocina, nos gustaba hacer allí, buñuelitos, tortas fritas o rositas de maíz que saltaban por toda la cocina.

El único adorno que había era un almanaque con dibujos de Molina Campos.

Volviendo a esa mañana, el abuelo también se hizo un tiempito para sacar los aperos y lustrarlos. Los conservaba aunque ya no tenía caballos. Eran de cuero con adornos de bronce, muy bonitos.

A las 11,30 hs de la mañana el guiso ya iba marchando: chorizos, panceta, ossobuco, papas, cebolla, zapallitos, ajíes, y no sé cuantas cosas más.
El abuelo había aprendido a hacer el guiso carrero cuando fue a Mendoza en carreta y en el camino, con la ollita de tres patas que colgaba de la parte de debajo de la misma, con lo que tenía o podía conseguir, hacía ese guiso.

Casi justo a las doce del mediodía, llegó el sulky. El abuelo abrió el portón de madera, de nuestra casa de Villa Adelina, sobre Thames, que era lo
suficientemente ancho para que pudiera pasar el camión con el que se llevaban las verduras al Mercado Dorrego, o para que entre, como en esta ocasión, el sulky de un amigo.

Y el amigo apareció junto con su señora y los pequeños hijos. Era Don Lázaro Peirano, dueño del tambo que estaba en la calle Blanco Encalada, de San Isidro, atrás de la Escuela Nro. 6. Muchos eran los que le compraban la leche en San Isidro, cuando él pasaba con su reparto.

Para la ocasión Don Peirano se había venido con su bombacha, camisa blanca, pañuelo al cuello y botas. Por supuesto no podía faltar el chambergo tan característico de nuestros gauchos y la rastra con monedas. Y ni que hablar de los aperos con que estaba vestido su caballito oscuro, manso, que quedó atado en un paraíso a orillas de la casa.

El día se les pasó muy rápido, entre charla y charla. Tanto el abuelo como Peirano eran carreteros. Había fotos para mostrar, anécdotas para contar, todo matizado con alguna que otra payada con que Juansú los deleitaba, arrancando la risa divertida de los visitantes.

Al atardecer llegó la hora de partir. El caballo volvió al sulky y los visitantes se despidieron con cariño del buen anfitrión.

Mientras tanto se acentuaba el perfume del jazmín del país y de las damas de noche, anunciando el fin del día.

Mónica Liliana Pastorini
mlpastorini@yahoo.com.ar

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