domingo, 22 de septiembre de 2013

Almaceneros del barrio

Han pasado más de sesenta y cinco años, sin embargo, aún recuerdo los viejos almacenes.

Nombraré sólo a tres de ellos:

El de Antonio Pita (después fue de Pedro Balboa) ubicado en la esquina de Los Fortines y Guayaquil. Cuando era niño, en las visitas a mi abuela María, moría si no me convidaba con los sabrosos quesos y salames que compraba a Don Pita.

El de Emilio Salomone que estuvo en Los Fortines y Las Floridas anexaba un Despacho de Bebidas. El almacén era atendido por sus hijas Ema y Adela y cubría el abastecimiento familiar de todos los días.  

Otro fue el de Eugenio Parodi, en Los Fortines y Los Ceibos, que además a sus instalaciones agregaba Despacho de Bebidas y Cancha de Bochas.

 
 
 
Por lo general a los almaceneros se los veía detrás de un largo mostrador, mojando con su lengua la punta de un "lápiz de tinta" que siempre apoyaban en una oreja, anotando en una libreta de tapas de hule negro lo que el cliente pedía "al fiado". Aquella libreta era, guardando las distancias, lo que ahora llamamos tarjeta de crédito. En las paredes circundantes se alineaban las estanterías de madera que en su parte baja tenían cajoneras con frente vidriado.

Recordaba aquellas medidas de un cuarto, medio, y de un litro, para medir el vino suelto. Con maestría, apoyaban la damajuana sobre el muslo de una de sus piernas y con una sola mano la sujetaban del "cogote" mientras que con la otra tenían la manija de la medida, que eran unos jarros cilíndricos enlozados de color blanco, algunos ya descascarados por el uso. También estaban los de hojalata, destinados al aceite o el kerosén.

Si la venta era de grasa, manteca o queso, la mercadería se envolvía en papel manteca y con papel de "estraza" le ponían una segunda envoltura. Con el de estraza envolvían los "diez de yerba", de azúcar, de arroz, de lentejas, de arvejas y porotos.

En la venta "al menudeo" el almacenero demostraba su habilidad para envasar. Colocaba la mercadería en el papel y le hacía un doblez. Luego, con las dos manos, tomaba los ángulos y con "una voltereta" cerraba el paquetito que quedaba como una especie de empanada. A los fideos los tomaba con la mano. Dos o tres "puñados" servían para los 10 centavos. Con un último "puñado" agregaba por goteo hasta equilibrar la balanza de dos platos. En uno de ellos estaban las pesas.

Los envases de azúcar o de yerba eran de muy buena arpillera, que luego servía para que los docentes de trabajos manuales, en la escuela primaria, enseñaran a construir los asientos de los banquitos con patas cruzadas. Las de yerba eran bolsas cilíndricas, cerradas en sus extremos, con tapas circulares de madera. Las tapas se clavaban sobre tres palos de escoba. Con ellas, las amas de casa inventaban porta macetas y los chicos las usaban como ruedas para sus carritos.

La variedad de fiambres era reducida: mortadela, salame, chorizos, morcilla y las dos clases de queso -el de rallar y el blando (mantecoso)-. También vendían un fiambre muy artesanal que llaman "queso de chancho".

En frascos de vidrio de boca ancha y tapa de madera estaban los pickles, los ajíes y las aceitunas. Los almacenes más surtidos ofrecían anchoas saladas, que eran envasadas en su país de origen y en latas cilíndricas. Tampoco podían faltar el carbón, las papas y los huevos, que algún vecino vendía de su producción casera o hacía trueque por algún otro alimento o bebida.

El pan era otro artículo del viejo almacén. Alternaban el francés en tiras, y el alemán (era regordete como la quilla de un barco y "migudo"), junto con los bollitos caseros y las tortillas artesanales. Productos del horno de barro, alimentado a leña que había en el fondo de la casa y amasados por la señora. El reparto del pan lo hacían en jardineras con tracción a sangre (Panificación Argentina), que con el tiempo fueron reemplazadas por vehículos motorizados.

La leche de vaca se vendía en botellas (La Martona, Usina Santa Elena) que se distinguían por tener boca ancha y su tapa de fina lámina de aluminio o de cartón encerado. En aquella época, también la leche se vendía en la calle directamente del animal al consumidor como lo hacían los Urabayen, las hermanas Scutti, o en carros como acostumbraron Freire, los Álvarez, los Hnos. Vera y Garín.

En cuanto a las bebidas, el listado no era extenso: el clásico tinto, el blanco y el moscatel que vendían suelto o en damajuanas de cinco o diez litros, o "al copeo".

Por ese entonces, para calentar el cuerpo estaba la ginebra, y el fernet era para asentar la comida. Unos traguitos de hesperidina mejoraban la circulación. Hablar de whisky o de champán era para las altas esferas: no eran artículos de almacén. Entonces, llegaban las fiestas de fin de año y el viejo almacén se alhajaba con las botellas verdosas de cogote dorado. El cognac y la cerveza tampoco podían faltar en el boliche: la negra, la blanca y la cerveza malta (Malta Mamita) para alguna vecina de parto reciente.

El almacenero era quien sacaba del apuro al vecino (con la soda, el vino, el quesito, el salame y los pickles) cuando llegaban visitas inesperadas. Cuando había almuerzo, queso y dulce de batata para el postre.

Los productos de limpieza eran encabezados por el pan de jabón para lavar la ropa (Federal). Alguna vez trajo una llave de premio para una casa. Lo seguían: la escoba de cuatro o cinco hilos, la bolsita de azul para blanquear la ropa "percudida" y la fenelina (acaroína) para los baños.

Los condimentos eran los clásicos: pimentón, comino y una latitas amarillas del tamaño de un dedal, que contenían el azafrán español.

Pasaron los años y el viejo almacenero, aquel que a los niños nos daba de "yapa" un caramelo, se fue perdiendo con el supermercadismo. Sin embargo, quedó en el recuerdo de aquellos niños del treinta o del cuarenta, que acompañaban a la madre y esperaban el gesto que les endulzaba la vida.
 
Miguel A. Moschiar - 22/9/13

Algunos pasajes han sido extraídos o adaptados de: http://weblogs.clarin.com/puebloapueblo/2007/03/16/viejo_y_querido_almacn/

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