Los sábados, después de almorzar, sobre todo cuando el invierno había quedado atrás, solíamos reunirnos para salir a pasear con nuestra amiga Marta Manzano.
El recorrido solía ser casi siempre el mismo: la vuelta a la fábrica La Fama, los invernáculos de flores de la calle Pichincha y Thames; a veces nos aventurábamos hasta la Av. De Mayo donde de lejos se divisaba el nogal de la casona de las Srtas. Matteri, maestras muy conocidas en Villa Adelina. En Colombres y J. V. González estaba la placita de la Orbis.
Las calles eran todas de tierra y en sus zanjas abundaban en verano los renacuajos. Lo que más nos gustaba era el paseo por la quinta de los Abriata. En primavera nos atraía salir a juntar moras. Ya conocíamos dónde se hallaban los árboles más importantes, al borde de la quinta, y dependiendo de si juntásemos moras blancas o moradas, volvíamos a nuestras casas con las manos todas manchadas y azucaradas por las dulces frutas. En ese entonces no existían los kioscos y las golosinas podrían llegar a ser tanto las moras como los “huevitos de gallo” que crecían a lo largo de los cercos en verano.
Íbamos por la calle Miguel Cané y llegando a Rivera atravesábamos un molinete de madera, que nos permitía comenzar a recorrer la quinta. Apenas entrábamos, a nuestra derecha, tenían una bomba adentro de un galponcito de chapa, de donde salía el agua fresca que serpenteaba presurosa por las acequias.
Nos gustaba beber esa agua, levantada de la acequia con las manos juntas, en forma de cuenco. Cosa rara: por hacer esto nunca nos agarró ninguna peste. Ahí comenzaba el recorrido sobre lo que hoy es la calle Rivera. En aquel entonces era un callejón de tierra.
Entre él y la quinta nos separaba a ambos lados, los cercos de alambre bajos, pero lo suficientemente fuertes como para mantener protegidos los cultivos. Algunos hombres con el sapín en mano, escarpían los surcos sacando las malezas indeseables. Otros juntaban tomates o cortaban las lechugas, que parecían rosas verdes, de tan arrepolladas. La verdulería de los quinteros estaba frente a la casa “La Meca”, cruzando Rioja. La casa antes de ser de ellos, había pertenecido a los hermanos Cantón.
Al costado de la casa, cruzando la calle Rivera, estaban los galpones de chapa donde guardaban las maquinarias, arados, camiones... Mamá nos decía que no podíamos sacar ni tocar ninguna verdura porque nos dispararían con cartuchos cargados de sal. Nunca supimos que fuera verdad pero por las dudas no tocábamos nada.
Los domingos a la mañana, papá, Carlitos Pastorini, visitaba a Alfredo Abriata. Con él intercambiaban semillas, plantines de verdura. Sin saberlo mantenían los cultivos sanos y la variedad genética, cosa que ahora si sacamos semillas de una planta y las plantamos vemos que la planta que origina, no conserva la forma original de la planta madre.
En la quinta trabajaba nuestro vecino, Reinaldo Gagliardini y su hermano Elio Gagliardini nos traía, en invierno hinojos. Cada cultivo era estacional no como ahora que podemos comprar tomates, por ejemplo, todo el año. Qué placer esas caminatas. Y cuántos cambios en sólo cuarenta y pico de años. Cada tanto volvemos a la calle Rioja y Rivera para dar una mirada nostálgica a la La Meca, lo único que queda, creemos, de aquel entonces.
Y ahora este relato para rescatar la historia que no está en los libros y que seguro, a nuestros nietos, les gustará escuchar…
El recorrido solía ser casi siempre el mismo: la vuelta a la fábrica La Fama, los invernáculos de flores de la calle Pichincha y Thames; a veces nos aventurábamos hasta la Av. De Mayo donde de lejos se divisaba el nogal de la casona de las Srtas. Matteri, maestras muy conocidas en Villa Adelina. En Colombres y J. V. González estaba la placita de la Orbis.
Las calles eran todas de tierra y en sus zanjas abundaban en verano los renacuajos. Lo que más nos gustaba era el paseo por la quinta de los Abriata. En primavera nos atraía salir a juntar moras. Ya conocíamos dónde se hallaban los árboles más importantes, al borde de la quinta, y dependiendo de si juntásemos moras blancas o moradas, volvíamos a nuestras casas con las manos todas manchadas y azucaradas por las dulces frutas. En ese entonces no existían los kioscos y las golosinas podrían llegar a ser tanto las moras como los “huevitos de gallo” que crecían a lo largo de los cercos en verano.
Íbamos por la calle Miguel Cané y llegando a Rivera atravesábamos un molinete de madera, que nos permitía comenzar a recorrer la quinta. Apenas entrábamos, a nuestra derecha, tenían una bomba adentro de un galponcito de chapa, de donde salía el agua fresca que serpenteaba presurosa por las acequias.
Nos gustaba beber esa agua, levantada de la acequia con las manos juntas, en forma de cuenco. Cosa rara: por hacer esto nunca nos agarró ninguna peste. Ahí comenzaba el recorrido sobre lo que hoy es la calle Rivera. En aquel entonces era un callejón de tierra.
Entre él y la quinta nos separaba a ambos lados, los cercos de alambre bajos, pero lo suficientemente fuertes como para mantener protegidos los cultivos. Algunos hombres con el sapín en mano, escarpían los surcos sacando las malezas indeseables. Otros juntaban tomates o cortaban las lechugas, que parecían rosas verdes, de tan arrepolladas. La verdulería de los quinteros estaba frente a la casa “La Meca”, cruzando Rioja. La casa antes de ser de ellos, había pertenecido a los hermanos Cantón.
Al costado de la casa, cruzando la calle Rivera, estaban los galpones de chapa donde guardaban las maquinarias, arados, camiones... Mamá nos decía que no podíamos sacar ni tocar ninguna verdura porque nos dispararían con cartuchos cargados de sal. Nunca supimos que fuera verdad pero por las dudas no tocábamos nada.
Los domingos a la mañana, papá, Carlitos Pastorini, visitaba a Alfredo Abriata. Con él intercambiaban semillas, plantines de verdura. Sin saberlo mantenían los cultivos sanos y la variedad genética, cosa que ahora si sacamos semillas de una planta y las plantamos vemos que la planta que origina, no conserva la forma original de la planta madre.
En la quinta trabajaba nuestro vecino, Reinaldo Gagliardini y su hermano Elio Gagliardini nos traía, en invierno hinojos. Cada cultivo era estacional no como ahora que podemos comprar tomates, por ejemplo, todo el año. Qué placer esas caminatas. Y cuántos cambios en sólo cuarenta y pico de años. Cada tanto volvemos a la calle Rioja y Rivera para dar una mirada nostálgica a la La Meca, lo único que queda, creemos, de aquel entonces.
Y ahora este relato para rescatar la historia que no está en los libros y que seguro, a nuestros nietos, les gustará escuchar…
Mónica Liliana Pastorini
mlpastorini@yahoo.com.ar
Originalmente publicado en
http://www.ciudadvillaadelina.com.ar/
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